En vísperas de mi matrimonio

Por Eduardo Rodríguez

Integrante Eje Literario

Por allá en los 90, más concretamente en el 92,  con 33 abriles encima, con la edad de Cristo, cuando trabajaba para una constructora, solicité oportunamente a mi jefe unas vacaciones para contraer nupcias.

Me casaba un sábado de cuaresma 4 de abril, en vísperas del domingo de ramos. Se había programado para el  jueves de esa semana en la noche, en la  casa de mi novia,  la entrega de regalos a la que estaba invitado, o mejor, más que invitado. Tenía que  llevar una serenata. Ese día trabajé más o menos hasta las seis de la tarde. Desde ese momento me dediqué a alistarme para todo lo que tenía que ver con el matrimonio.

Al igual que para cualquier profesional de obra, la jornada laboral era muy exigente. Era tan fuerte el compromiso laboral, que no pude asistir personalmente al curso de confirmación  al que obligaba la Iglesia,  reemplazándome un ayudante de obra de mi entera confianza, por cuanto esos quehaceres la verdad sea dicha, nunca me han parecido trascendentales.  Recuerdo que  le dije: “usted a partir de este momento se llama fulano de tal y va a reemplazarme con cédula en mano, en un curso que necesito hacer para poderme casar”, advirtiéndole que no me fuera  a hacer quedar mal o que se atuviera a las consecuencias. Afortunadamente todo salió bien.

En la ceremonia a la que tuve que asistir personalmente en la iglesia de Usaquén  un sábado en la tarde, fueron tantos mis nervios por quedar al descubierto, que me dio un  ataque de risa nerviosa que casi me deja en evidencia, y más cuando un hermano de mi novia que asistía en calidad  de testigo,  fue nombrado acólito  por el cura que oficiaba el santo sacramento. Mejor dicho, el hermano de la novia sacando la cara por el futuro cuñado. Lo veía y no lo creía. Le pusieron una especie de sotana que no le hacía juego con los tenis que llevaba puestos. Me reí de lo lindo.

Tan poca importancia le daba  a esos eventos que  después de más o menos un año largo de noviazgo,  mi novia me llamó al orden pidiéndome que definiéramos “para dónde vamos”, porque ella no estaba para perder el tiempo. Pensaba yo, la estaría dejando el tren? Le propuse  que nos fuéramos a vivir por la ley del canasto, a lo que respondió con un rotundo “no”. Ella no podía hacerle ese desaire a sus padres y no estaba dispuesta a convivir conmigo sin que antes nos fuera dada la sagrada bendición, como debería de ser. Hoy veo cómo me dejé presionar y tengo claro que si ella lo  hubiera aceptado, nos hubiéramos evitado tantas vueltas. Pero en fin, qué le vamos a hacer, a lo hecho pecho.

Volviendo a lo de los regalos donde la “suegrita”, el compromiso de la serenata se tornó para mí en algo más delicado que el mismo matrimonio, pues me puso a hacer  mucha fuerza el pensar dónde, a qué  horas, como,  y  a qué costo  iba a conseguir unos serenateros.  Todo lo  tendría que resolver el mismo día, sin disponer de tiempo. La angustia era mucha.

Como pude me fui para la 40 con  Caracas, por los lados en que  aún funciona el desayunadero de la 42,  lugar al que asistíamos de vez en cuando con mis amigos cuando teníamos algunos tragos en la cabeza, y comíamos una deliciosa carne  con arepa sanatandereana que solo vendían allí, sin renunciar previamente a la consabida changua.

Había llegado a eso de las seis y media de la tarde  y a las siete de la noche ya había contratado un trio y definido  repertorio, les había dado la dirección  y hecho un avance, rogándoles que no me fueran a dejar  “metido”, sabiendo el riesgo que corría que de pronto esa platica se perdiera.

Como pude salí para mi casa, me bañé, me alisté y me fui para donde mis suegros, quienes  vivían cerca.

Ya en casa de la novia, lo más  urgente era que los músicos me cumplieran. A Dios gracias,  llegaron a la hora convenida. En su indumentaria en general, dejaban mucho que desear: Uno de ellos iba con parte de la camisa por fuera, pero que más podía pedir yo. Todo había sido definido a las carreras, a quemarropa, en plena Caracas, hacía escasas horas, por no decir que minutos. Tenía que darme por bien servido. ¿Se imaginan como habría quedado yo y que habrían dicho mis suegritos, si nunca hubieran aparecido?

Los padres de mi novia al verlos se mostraron desconcertados. Creo que lo que más les preocupaba era  quedar mal ante su círculo de amigos, porque este era un evento social donde lo que menos importaba era el bienestar nuestro. Primaba  por encima de todo el compromiso,  la etiqueta y el que dirán.

Para fortuna mía o nuestra, una vez comenzaron a cantar, los ánimos se calmaron un poco y al calor de unos cuantos tragos, desaparecieron las miradas de crítica, y todos disfrutaron del momento  acompañándolos en sus cantos.

Cuando  terminaron, se les despidió sin ninguna novedad que lamentar y seguimos reunidos hasta pasada la media noche. Muy a pesar mío, no pudimos amanecernos porque la mayoría de los invitados tenían que ir a trabajar. A partir de ese momento,  entré en un descanso pleno y para mí, lo del matrimonio ya fue pan comido. Ya no tenía de qué preocuparme, sabía que lo más difícil ya había pasado. Ahora la preocupación era para otros.

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